El franquismo no puede entenderse, tal como se ha pretendido vender, como un paréntesis de 40 años en la vida española, como una dictadura anacrónica ejercida por una minoría de siniestros personajes. Fue una salida plena de racionalidad, promovida por los dueños del país frente el ascenso de las clases populares. No supuso un paréntesis, sino una rearticulación a fondo, política, económica y cultural, a través de la implantación de nuevos códigos, valores, instituciones y leyes apuntando precisamente a desarticular la resistencia de los de abajo y garantizar la acumulación privada de capital sin sobresaltos. Comprendieron que no bastaba con la represión física, que “cortar la mala yerba” no era suficiente: había que arrancarla de raíz y plantar de nuevo.
El franquismo no murió con Franco, fue reformado cosméticamente, sin tocar en un ápice sus bases. Ni la estructura de la propiedad ni los aparatos del Estado. Las elecciones y la libertad de prensa por sí solas no garantizan una sociedad democrática, cuando todo lo demás conspira contra ella. Adaptaciones funcionales a los nuevos tiempos y a un entorno internacional cambiante, integración de la socialdemocracia y anulación del rupturismo. Gatopardo: que algo cambie para que todo siga igual. Fraga como paradigma y maestro en el arte de la supervivencia política. No es extraño que le homenajeen.
El machaqueo permanente contra la cultura popular, obrera y de izquierda y la promoción de su contracara individualista, alienante y competitiva, la ofensiva en todos los frentes contra lo público y la exasperante debilidad de la respuesta ante esas agresiones muestran el éxito innegable del franquismo. Las semillas que plantó bien profundo siguen rindiendo sus frutos, adecuándose a los ritmos del capitalismo financiero y a sus imperativos.
Sí, este año está viniendo duro, pero precisamente por eso hay que sacudirse el pesimismo.
Una nueva generación está despertando a la vida política, desconfiando de las formas y fórmulas heredadas, buscando claves para entender una realidad ingrata y que resultó ser muy diferente de lo esperado.
Dijeron que éramos “la generación más preparada de la historia”. Nos prometieron vivir mejor sin pensar demasiado, lo único que teníamos que hacer era no salirnos del guion establecido y no hacernos demasiadas preguntas.
Nadie puede negar que cumplimos nuestra parte. La palabra “sindicalismo” desapareció de nuestro diccionario o adoptó un nuevo significado y asumimos que el camino a una vida mejor era individual e intransferible. Aunque trabajáramos 10 horas al día y sin contrato, como teníamos cada vez más cachivaches, asumimos que éramos clase media y que, de hecho, eso de las clases era cosa del pasado. Nos desentendimos de la política, de toda la política. Consumimos todos los productos intelectuales y materiales que nos vendieron, al contado o a plazos, pero no obtuvimos la recompensa prometida.
Vivimos peor que nuestros padres y eso, más que indignarnos, nos ha dejado descolocados. Todavía no nos lo acabamos de creer. Estamos superando la etapa del desconcierto, buscando encontrarnos con nuestros iguales, remando en contra de la desidia, del aislamiento y de la cultura individualista impuesta, que cargamos como una pesada mochila sobre nuestras espaldas. A gatas, tratamos de levantarnos del suelo, aprendiendo de nuevo a andar colectivamente. Va a tomar tiempo y no va a ser nada fácil. Pero en esas estamos, no nos queda otra.
Manu García
extraido de: http://www.alasbarricadas.org/noticias/
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